Prólogo.
Territorio de Colorado
Abril 1866
El viento de la noche gemía como un espectro solitario mientras se extendía por el prado iluminado por la luna, llevando el frío desde las Montañas Rocosas cubiertas de nieve hasta el oeste.
Jamie Keegan levantó la cara caliente hacia el frío y respiró profundamente.
A lo largo de sus once años, no podía recordar ni un solo momento en que hubiese estado tan cansado. Había estado trabajando sin cesar desde la puesta de sol, y por lo visto, serían varias horas más antes de que viera una cama. Necesitando un descanso, se apoyó pesadamente sobre el caballo que había enganchado a la carreta cubierta de su padrastro, luego se limpió la frente con el dorso de una manga polvorienta.
—Quieto, Patch —murmuró cuando el agotado caballo castrado de color pardo resopló en señal de protesta al tener que volver sobre sus huellas—. Papá sabe lo que hace. Al amanecer, a los caballos os llevaremos a un bonito terreno con hierba fresca cerca del agua. Ya verás. Mientras nosotros holgazaneamos bajo la carreta, los animales de cuatro patas podréis pastar y descansar vuestros huesos.
Incluso mientras pronunciaba esas palabras, Jamie tenía que presionarse para creerlas. A juzgar por lo que había visto, la gente de estos lugares era tan amable como el recaudador de impuestos yanqui que los había echado de su casa. No querían algodón a cambio de su agua… especialmente no de los extraños del Sur. Como era un buen paseo en carreta de dos días para llegar a campo abierto, eso lo ponía a él y a su familia en un endiablado aprieto.
A decir verdad, Jamie estaba simplemente asustado. Lo que había empezado como un sueño hecho realidad para todos en St. Louis, rápidamente se estaba convirtiendo en una pesadilla. No estaba seguro de que su frágil madre pudiera sobrevivir a las adversidades del viaje de regreso al este, no sin algo de comida decente en su estómago y un gran descanso antes de partir.
—No entiendo porque papá no se levanta y lucha contra esos taladores —murmuró a los todavía agitados caballos—. No es que crea que es un quejica, o algo por el estilo, porque no lo es —se apresuró a añadir—. Esa cicatriz que obtuvo en su brazo de un sable yanqui es prueba suficiente de ello.
Patch resopló nuevamente y puso los ojos en blanco. Allá en Virginia, Joseph había tenido una docena de caballos de tiro.
Gracias a los ladrones yanquis, Patch y su hermano eran los únicos que quedaban.
El caballo pardo estiró el cuello para acariciar con el hocico la pechera de la camisa de Jamie.
Deseando tener algunas golosinas escondidas en su bolsillo, Jamie acarició el hocico aterciopelado del castrado.
Los tiempos había sido duros desde la guerra, y los días en los que su mamá podía prescindir de los terrones de azúcar eran un recuerdo lejano.
Mirando hacia el prado, Jamie parpadeó para secar sus ojos. Sólo los bebés lloraban, y él no era un bebé llorón. Era difícil, eso era todo, dar la vuelta e irse después de que hubieran pasado por tanto para llegar allí. No tenía sentido. De la forma en que él lo veía, no tenía sentido en absoluto.
Este era el lugar más bonito que jamás había visto. Hacia el oeste, las Montañas Rocosas, con sus picos resaltados por la luz de la luna, trazaban una silueta escarpada sobre el cielo de color pizarra, con las pendientes de granito puro dando paso a las colinas y praderas.
Su padre dijo que el suelo en esos suelos ondulantes era rico y fértil, ideal para el cultivo de cosechas o para la cría de una manada de ganado. Aunque buscaran durante cien años, Jamie dudaba que encontraran otra parcela de tierra que se pudiera comparar.
¿Cómo pudo su padre dejar que unos cuantos ladrones estafadores le obligaran a salir corriendo con el rabo entre las piernas? La tierra era de ellos, comprada y pagada con cada centavo que Joseph había sido capaz de juntar. Jamie también había visto con sus propios ojos, la escritura de las tierras a nombre de Joseph.
Tal vez él no entendiera todo ese lenguaje sofisticado, pero el nombre de su padre estaba escrito muy claro en la parte superior, y contemplado en una esquina había un sello oficial y legítimo, todo brillante y reluciente, además con una cinta roja.
No señor, no era justo dejar que esas comadrejas robaran sus sueños. Jamie deseaba ser más grande. Lo suficientemente grande para enseñarle a ese bocazas de Conor O'Shannessy unas cuantas lecciones de modales.
Después de darle una palmadita tranquilizadora a Patch, Jamie pasó detrás de la carreta, ahora completamente llena, y se dirigió hacia el fuego de la cocina donde Joseph estaba empacando el baúl, manteniendo lo esencial y algunos de los utensilios de cocina.
Joseph se sobresaltó al oír el sonido de las botas de Jamie crujir sobre la hierba, y sus delgados hombros se tensaron.
A pesar de que la Guerra de Secesión[1]había terminado hacía más de un año, aún se asustaba fácilmente. Jamie supuso que eso era debido a que Joseph era diferente de la mayoría de la gente, una verdadera alma amable hasta el tuétano de sus huesos. Lo terrible de la lucha lo carcomía en los momentos de tranquilidad, nunca dándole paz.
Ahora, mirando hacia su padrastro, Jamie deseó con todo su corazón que hubieran sido capaces de mantener la plantación en Virginia. De ser así, Joseph no estaría en una situación tan espantosa, sin hogar, sin un penique y con un montón de bocas hambrientas que alimentar.
—Papá, ¿podemos hablar tú y yo en privado? —preguntó Jamie mientras entraba bajo la luz de la lámpara.
Joseph le dirigió una mirada de curiosidad.
—Claro, pero primero pásame esa cafetera de allá, ¿quieres, hijo?
Aunque Joseph habló con voz suave, con un tono más humilde que autoritario, Jamie lo obedeció sin vacilar, contestando en la forma respetuosa que su madre le había enseñado:
—Sí señor.
—¿Todos los caballos están enganchados? —preguntó Joseph mientras Jamie le entregaba el tarro.
—Sí señor, todos están enganchados a la carreta, justo como dijiste.
—Tan pronto como tu madre y los chicos regresen del arroyo, partiremos. Creo que podemos llegar a No Name en un par de horas, más o menos. Estoy pensando que, probablemente podamos pasar la noche detrás de las caballerizas. ¿Quién sabe? Tal vez incluso podamos limpiar los establos para el dueño y hacer un poco de dinero para los suministros.
Jamie miró hacia el barranco donde un pequeño arroyo bullía sobre las rocas del color del óxido. Como era de costumbre, su mamá había insistido en bañar a sus hermanos pequeños antes de acostarlos en la parte trasera de la carreta. Agudizando el oído, Jamie pudo oír a un Joseph de ocho años riéndose y a los chicos más jóvenes chillando. A veces, aunque no a menudo, Jamie estaba contento de ser el mayor. Al menos ahora su madre no sentía que era necesario ayudarle a bañarse.
Joseph limpió la cafetera con un trapo antes de colocarla en el compartimiento adecuado del baúl hecho a medida. Luego, como si estuviera al tanto de los pensamientos de Jamie, dijo:
—Sé que no estás de acuerdo con mi forma de pensar sobre el negocio en estas tierras, hijo, pero cuando eres responsable de una familia , te encontrarás mirando las cosas de modo diferente.
Jamie excavó en la hierba con la punta rasguñada de su bota.
—Sí señor.
Con líneas de cansancio grabadas en su rostro, y remarcadas por las sombras que creaba la brillante luz de la luna, Joseph suspiró y se puso en cuclillas.
—Trata de entender, Jamie. Soy un hombre contra cinco.
—Me tienes a mí a tu lado.
—Y tengo suerte de tenerte. Pero todavía eres un niño, con la fuerza de un niño. Ellos son hombres adultos y sobre todo, tipos infames —Joseph meneó la cabeza—. Tengo que pensar en tu madre y tus hermanos pequeños. Si hubiera habido problemas, podrían haber quedado atrapados en el fuego cruzado. Nunca me lo habría perdonado.
—Pero, papá, ¡no podemos irnos sin más! Tenemos que quedarnos y pelear. Es nuestra tierra, comprada y pagada de buena fe. Sin ella, ¿qué haremos? Solo tenemos un poco de dinero. Nuestra comida está a punto de acabarse. Sigues hablando sobre dirigirnos de nuevo al este, pero ¿qué comeremos? Si tan sólo uno de nuestros caballos se queda cojo, estaremos varados.
—El Señor nos proveerá, como siempre lo ha hecho.
Joseph cerró la tapa de la caja de madera, luego se puso de pie y se estiró para despeinar el cabello oscuro de Jamie.
—¿En cuanto a quedarnos y pelear? Estoy tan seguro como que la lluvia es mojada a que lo sacaste de tu verdadero padre, chico. Por lo que dice tu madre, él también era un luchador. Eso sí, no hay nada malo en ello así que no pienses que estoy diciendo que lo hay. De acuerdo a la Biblia, el propio San Pedro vivió por la fuerza.
Jamie sacudió la cabeza con una frustración indescriptible.
—Papá, algunas veces no se tiene alternativa. Es eso o morir.
Joseph agitó un dedo.
—Tal vez para los paganos, pero la Biblia habla de una forma mejor, advirtiendo que la violencia engendra violencia. —Levantó una mano para evitar que Jamie lo interrumpiera—. Al amanecer, haremos una visita al Marshall[2]en No Name. Denunciaré lo que esos hombres han hecho, mostrándole la escritura de estas tierras por las que pagué un buen dinero. Si es un hombre decente y devoto, les llamará la atención y conseguiremos quedarnos aquí, después de todo.
—Pero, y si no es decente y devoto? —Jamie cerró los nudillos en puños—. ¿Y si no nos ayuda en nada?
—Entonces tendremos que irnos. No puedo poner a tu mamá y a los niños en peligro. No hay ningún pedazo de tierra en este mundo que valga un solo pelo de cualquiera de sus cabezas. Ni de la tuya, tampoco.
Joseph se inclinó para levantar el baúl sobre su hombro. Jamie lo siguió hasta la carreta, luego le ayudó lo mejor que pudo a levantar el baúl sobre la puerta trasera y lo colocó entre sus posesiones. Joseph empezó a revisar la lona a un lado de la carreta para asegurarse que las ataduras eran seguras.
Educado para ayudar a sus padres en cualquier forma que pudiera, Jamie corrió hacia el otro lado de la carreta. Mientras daba un tirón para tensar la última cuerda, un ruido extraño llegó hacia él. Echando un vistazo sobre su hombro, vio cuatro antorchas brillantes moviéndose hacia su campamento.
—¿Cómo se ve de ese lado? —llamó Joseph.
Jamie tragó para sacar la sensación temblorosa de su garganta.
—Papá, unos jinetes vienen hacia aquí. ¡Rápido! Son cuatro de ellos, con antorchas.
Joseph rodeó la carreta para investigar. El blanco de su camisa parecía casi azul bajo la luz de la luna. Jamie corrió hacia él y lo tomó del brazo.
—¿Debo sacar el rifle de la carreta?
Joseph le palmeó la mano.
—No seas tonto, hijo. La cafetera, tal vez. Estás desarrollando un mal hábito, pensando lo peor de cada extraño que aparece.
Jamie miró hacia la oscuridad. Los jinetes se fueron acercando por momentos, y todos sus instintos le decían que él y su padrastro debían prepararse para defenderse. En cambio, Joseph se dirigió al encuentro de los jinetes, cómo sus convicciones ordenaban.
En ese momento Dory, la madre de Jamie, salió de la oscuridad para llamarlo con ansiedad.
—¿Quién es, Joseph?
—Eso es lo que estoy dispuesto a averiguar —Joseph habló lenta y pesadamente mientras se volvía a ofrecerles una sonrisa tranquilizadora.
—Es un poco tarde para que la gente esté de un lado para el otro. ¿No crees?
Bajo la luz de la luna, los grandes ojos azules de Dory parecían salpicaduras negras en su pálido rostro. Cuando ella se acercó al lado de Joseph, éste curvó un brazo sobre sus hombros frágiles.
—Sí, un poco tarde —Miró a su alrededor—. ¿Dónde están los chicos?
—El pequeño Joe los está ayudando a vestirse. El agua no es tan profunda. Cuando escuché que alguien se acercaba, pensé que mejor me dirigía hacia aquí, solo por si me necesitabais.
Joseph se echó a reír.
—Parece que todo mundo está un poco inquieto esta noche.
Dory miró a Jamie, luego ansiosamente hacia las antorchas que se aproximaban con rapidez.
—Joseph, tienes que admitir que la bienvenida que recibimos el día de hoy fue todo menos amable.
—Es verdad, pero estuve de acuerdo en irnos. O'Shannessy se fue de aquí convencido de que lo haría antes de la mañana. No deberíamos tener más problemas de él o sus…
—¡Paxton! —Una voz masculina airada resonó—. ¡Miserable cobarde que dispara a las espaldas!
La nube de polvo en torno a los cascos de los caballos derrapando era tan espesa que era sofocante, mientras los jinetes tiraban de sus monturas para detenerse. Con los ojos ardiendo por la arenilla, Jamie miró a los cuatro hombres. El grandullón con hombros anchos y grandes que iba a la cabeza era Conor O'Shannessy, el hombre que les había advertido que dejaran las tierras ese mismo día. Detrás de él montaba Estyn Beiler, uno de los dos canallas que había engañado a Joseph mediante trucos en San Luis. Su secuaz era un hombre bajo y rechoncho llamado Camlin Beckett, que no estaba presente esta noche.
Incluso en la penumbra, Jamie puedo ver las líneas tensas de los rostros de los hombres. Sus ojos ardían de odio, un odio sin motivo que hizo que su corazón hiciera un ruido sordo contra las costillas. Todos sus instintos le impulsaban a correr por el rifle. Joseph estaba equivocado. El Señor no siempre proveía. Algunas veces la gente tenía que salvar su propio pellejo.
Girando sobre sus talones, corrió hacia la carreta con el latido salvaje de su pulso resonando contra sus tímpanos. Su aliento silbó en su garganta en el momento que alcanzó la parte trasera de la carreta. Agarrando la madera, se arrastró hacia arriba, desollándose las rodillas y los codos mientras se peleaba por agarrar el rifle.
Tenía que llegar al rifle.
Cuando Joseph no llevaba la Spencer[3]en su silla de montar, mantenía el arma envuelta por seguridad en una de las colchas de su madre y guardada bajo el catre de la carreta. Él lo hacía así porque tener un arma cargada a mano no era una práctica segura cuando había niños pequeños bajo tus pies.
Vagamente consciente de las voces airadas de afuera, Jamie se dejó caer sobre su vientre y se estiró bajo la cama. La carreta se sacudió, lanzándolo hacia atrás. Se dio cuenta que alguien estaba en la parte delantera, revolviendo a los caballos.
Oyó a Patch relinchar mientras empujaba su brazo bajo la cama. Pescando frenéticamente a través de las capas de la colcha, por un momento pensó que el rifle no estaba allí. Entonces, finalmente, enroscó su mano sobre el cañón de la carabina Spencer. Poniéndose de rodillas, hizo una pausa para escuchar. Hasta donde pudo divisar, O'Shannessy y los otros estaban acusando a Joseph de asesinato.
Era la cosa más ridícula que Jamie había oído.
Los pensamientos de Jamie fueron interrumpidos por el grito de su madre, grito que fue seguido por un:
—¡Oh, Dios mío, no! ¿Está loco? Suelte a mi esposo. ¡Por favor! ¡No ha matado a nadie! Nunca le ha hecho daño a nadie en toda su vida. ¡Oh, Dios mío! Detengan esto. ¡Deténganse ahora mismo!
Estimulado a moverse a causa del miedo en la voz de su madre, Jamie cayó de la carreta. En el instante en que sus pies tocaron el suelo, se quedó quieto para orientarse.
Los cuatro hombres habían bajado de sus caballos y arrojado los extremos de las antorchas en el suelo. Habían desenganchado de sus correas a Patch, el caballo pardo castrado de Joseph, y lo habían situado en el centro de los hombres, uno de ellos aferraba las correas del arnés del animal mientras que los otros dos lanzaban a un Joseph que luchaba, con las manos atadas a la espalda, sobre la espalda del castrado.
El miedo se estrelló contra Jamie. Como los bandidos sin ley de una novela barata que su madre le había leído una vez, esos hombres tenían intención de linchar a su padre.
Dory se arrojó hacia adelante y se aferró a la pierna de Joseph, rogando por la vida de él entre sollozos irregulares. Uno de los hombres la arrojó a un lado y ella cayó con fuerza.
Jamie sintió que sus rodillas cedían, pero de alguna manera permaneció de pie, mudo de terror. Y luego recordó el rifle. Era la única oportunidad de su padre.
—¡Suelta a mi padre! —gritó, mientras colocaba la culata del rifle en su hombro—. ¡He dicho que lo dejes ir, o dispararé! ¡Lo digo en serio!
Tan pronto como Jamie emitió la amenaza, una mano fornida dio un tirón al arma de sus manos. Levantó la vista para ver a Conor O'Shannessy cerniéndose sobre él. El pelirrojo corpulento apestaba a whisky y sudor de caballo.
Se tambaleó ligeramente mientras levantaba el rifle con manos expertas.
—Sal de aquí, muchacho. No puedes ayudar a tu padre. Nadie puede.
Dory sollozaba lastimosamente.
—¡Joseph! ¡Oh, Dios mío, Joseph!
Jamie se dio la vuelta. Su corazón casi se detuvo cuando vio, sin poder hacer nada, que Joseph estaba montado a horcajadas en la ancha espalda de Patch y era conducido bajo un roble del que colgaba una soga que quedó ante su pálido rostro.
—¡No! ¡Suelta a mi padre! Linchar a un hombre va contra la ley.
—Nosotros somos la ley —gritó Estyn Beiler—. ¡Yo soy el Marshall en No Name, muchacho!
¿El Marshall? Jamie dio un paso adelante, solo para ser tirado por Conor O'Shannessy.
—No pueden colgar a mi papá —protestó Jamie—. ¡No ha hecho nada!
—Oh, sí, sí lo ha hecho, muchacho. ¡Asesinó a Camlin Beckett! Le disparó en la espalda.
—¡Está equivocado! No fue mi padre. ¡No fue él!
—¿Quién más pudo haberlo hecho? Camlin era un buen hombre. No hay ningún alma en cien kilómetros que le deseaba algún mal. Nadie excepto tu padre. Debería haber imaginado que traería problemas. Maldita sea, no hay ocupantes ilegales buenos. No hay ni uno de ustedes que valga la pólvora necesaria para enviarlos directos al infierno.
Jamie vio que el otro hombre estaba bajando la soga sobre la cabeza de Joseph. Con los puños y los pies volando por los aires, se arrojó sobre O'Shannessy.
—¡Déjelo ir! ¡Déjelo ir!
—¿Por qué, miserable mierdecilla?
La placa de metal de la culata del rifle centellaba a la luz de las antorchas. O'Shannessy tiró el arma detrás de él. Un instante después, la cabeza de Jamie pareció explotar. Un dolor horrible, como si le aplastaran los huesos irradió de su mejilla izquierda para llenar su visión con destellos de blanco. El aire expulsado con un silbido, aterrizó en una posición desgarbada, demasiado aturdido incluso para escupir el polvo de su boca.
Curiosamente, sintió poco dolor cuando O'Shannessy añadió al golpe en la cara una patada en su cuerpo, con la punta de su bota conectando bruscamente con la cadera derecha de Jamie.
—¡Jamie!
Sintiéndose como si estuviera separado de la realidad por un centellante fulgor, Jamie oyó el grito de su madre, luego la vio levantar sus faldas y correr hacia él.
Un instante antes de que lo alcanzara, Conor O'Shannessy extendió una mano que la obligó a detenerse tambaleante. Sus enaguas brillaron bajo sus faldas mientras la atrajo contra él y la dirigió una risa baja y malvada.
O'Shannessy arrojó lejos el rifle.
—Ahora, bien, ¿acaso no eres una pequeña fina muestra de percal?
Dory luchó para escapar de su alcance.
—¡Déjeme ir! Mi hijo…
—Merece lo que obtuvo, al igual que ese bastardo bueno para nada de allá.
Jamie abrió la boca para decirle a su madre que todo estaba bien, pero por su vida que no podía hacer salir las palabras. Miró más allá de ella hacia el roble.
Joseph se sacudía frenéticamente de un lado a otro para evitar que la soga bajara sobre su cabeza.
—Mamá, ayuda a papá —finalmente logró decir con voz entrecortada.
Siguiendo su mirada, Dory vio lo que estaba sucediendo y dejó de luchar. El poco color que quedaba en su cara menguó.
—Se lo ruego, señor. No haga esto . Tiene que creerme. Joseph nunca, nunca le dispararía a alguien. Lo juro. Por favor. ¡Al menos permítale un juicio ante un jurado!
O'Shannessy negó con la cabeza.
—Ya ha tenido todo el juicio que va a conseguir, y lo hemos encontrado culpable.
—Por favor. No lo maten. Le daré cualquier cosa. La carreta, nuestros caballos, el poco dinero que tenemos. ¡Cualquier cosa!
O'Shannessy resopló.
—No quiero una vieja carreta y ni sus caballos destartalados, mujer.
—Entonces, ¿qué? Cualquier cosa. Solo nómbrelo y será suyo. Por favor, Sr. O'Shannessy, por favor.
La súplica de Dory terminó con un sollozo horrible y desgarrador.
O'Shannessy la escudriñó por un momento. Luego su ancho rostro se arrugó en otra sonrisa ebria. Después de señalar a sus amigos que quería que postergaran el ahorcamiento por un momento, dijo:
—Ahora, bien, querida, esa es una oferta sumamente tentadora.
—¡No, Dory! —gritó Joseph—. Querido Dios en el cielo, no. Prefiero…
Uno de los otros hombres interrumpió a Joseph empujando un pañuelo enrollado en su boca. Dory se rio, una pequeña risa horrible, calada y estridente que sonó no del todo cuerda. Desesperado por ponerse de pie, Jamie luchó con toda su voluntad para moverse pero incluso mientras luchaba, O'Shannessy llevaba a su madre lejos de la luz.
Lentamente la sensación regresó al cuerpo de Jamie, primero en sus dedos, luego a sus manos. Logró impulsarse sobre sus rodillas, pero otra ola de mareo lo derribó de nuevo.
No tenía idea de cuánto tiempo pasó antes de que O'Shannessy reapareciera. Todavía abrochándose los pantalones, se tambaleó hacia el roble.
—Caballeros —dijo con un ademán de una mano—. Ahora pueden apresurarse a hacerme un hombre honorable. Como saben, no me junto con damas casadas. Sin embargo, las viudas son válidas.
—¡No! —Dory salió de los matorrales arrancando el corpiño de su vestido abierto—. ¡Lo prometiste! ¡Me diste tu palabra!
O'Shannessy soltó una ruidosa y tosca carcajada. Uno de sus compañeros dio una palmada en el trasero de Patch. Sorprendido, el manso castrado pardo se lanzó hacia adelante, llevando al hombre a horcajadas sobre su espalda con él.
Cuando Joseph llegó al final de la soga, fue tirado con brusquedad de la espalda de Patch. Se arqueó de forma espasmódica mientras la horca cortaba cruelmente su tráquea. Luego, como si hubiese oído el horrible sollozo de su esposa, pateó y se retorció, proyectándose, de forma macabra, su danzante sombra sobre el suelo. Su boca parecía sonreír alrededor del pañuelo enrollado entre sus dientes.
Al fin, cuando Joseph colgó sin vida, O'Shannessy se tambaleó hacia su caballo. Gritando a sus amigos a que hicieran lo mismo, se subió a la silla de montar.
—Dejen las antorchas —gritó, sin dejar de reír—. El muchacho necesitará luz para enterrar al cabrón.
Con eso, se alejaron en la oscuridad.